A las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de
muertos. “Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo –la
construcción de un nuevo pabellón deportivo, por ejemplo– con la desaparición
de seis jóvenes que apenas despuntaban la que sería una brillante carrera”, se
lamentó el padre rector, en el discurso de clausura.
Pepito Torres hizo un viaje
repentino a Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando
cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a
dar escándalo público por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus
papás, lo metieron en la radio patrulla en donde murió como un perro, dándose
contra las rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro.
Manolín Camacho y Alfredo
Campos, los inseparables, se volaron del colegio y fueron a pasar un viernes de
tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus
cuerpos «entrelazados», pero el periódico no explicaba cómo. Tiempo después un
campesino encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río,
una botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasivamente: “Vemos cómo
crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado
esplendoroso que le quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge, recobra su
poder. La idea se nos ha ocurrido a ambos. No seremos víctimas en vano.
Mejorarán los tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el río”.
Yo nunca pensé que las cosas
mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro
(Castrico) salió con su hermano mayor, Julián, a la bocana del Océano Pacifico.
Le encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían
ganado medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de natación.
No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así,
podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzar la línea que
uno podría divisar si llegara al horizonte, y aún la otra. Pero no esa vez. A las
pocas brazadas, Julián le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía.
Castrico, abstraído en sus movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola,
le dijo que bueno, y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía,
lo encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe cómo
regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó
a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano.
Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo
encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de
su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico
se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la
Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias
sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a
buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el
suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco.
El sexto, Manolín Camacho,
es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos en
los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de
sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía.
Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó, por qué‚
lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba,
con la mirada desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos,
insultando ancianas, pateando carros. Murió solo, en un baño cualquiera,
esforzándose por vomitar lo que seguro se había tragado inocentemente y ahora
le cercenaba el coccis, la próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de
analgésico para caballos y líquido de freno para aviones: “es una lástima, una
serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido”, decía el padre rector. Y
yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué sentido había. Nos
habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba
a llevar del bulto.
“Haré mi afirmación de
vida”, pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para
recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y
excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de
familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. “Haré mi afirmación de
vida”.
“¿Qué te pasaba?”, me decían
los compañeros, luego. “Como si no te gustara el éxito”, y yo, a todos,
silencio, y me negué a ir a la fiesta de curso que organizaba Mauricio Gamboa.
A mi casa llegué en el carro de mis padres, entre sus cuerpos blandos. Ya me
habían felicitado por tanto triunfo, y no se habló de más en el camino. Yo no
me aburrí, pues llovió y me distraje imaginando que las gotas en el parabrisas
eran gente, personitas con hombros y cabezas bien formadas, y venían las
plumillas y chas, las barrían dejando minúsculas porciones de la primera gota,
irrecuperable para siempre.
Esa noche soñé con un viaje
en tren por entre campos de mangos y trigo, y una muchacha rubia se me acercaba
y nos volvíamos uno solo en la alborozada contemplación de esa feliz
naturaleza. Luego el tren se metió a un túnel muy negro y desperté, demorándome
en identificar como miedo o gozo el sentimiento con que empezaba ese nuevo día.
Antes de almuerzo me llamó
el mismo Mauricio a comunicarme que en la fiesta de anoche, una pelada,
Patricia Simón, se había pegado la gran desilusionada ante mi ausencia, que era
la mejor alumna de quinto del Sagrado Corazón y que quería, que se moría por
conocerme. Yo le pregunté que entonces cómo. Él me indicó que en otra fiesta,
esa misma noche. Yo accedí.
Al llegar, no vi más que
caras pálidas, poca amistosidad, puertas cerradas, prevención, horrible humo.
Muy poca gente bailaba la música Rock que yo jamás aprendí y que hace medio año
ponía frenético a todo el mundo. Me alegró ver que los invitados se recostaban
en las paredes y nada más oían, con el ánimo ido. Yo me paré en toda la mitad
de la pista para no dar aires de vencido, hasta que del fondo, de bien al fondo
de esa casa vino a mí una muchacha vestida de rosado y rubia, y haciendo mágico
todo el trayecto hacia mí mientras sonreía. Se presentó: “Patricia Simón”, muy
tímida me dio la mano, yo se la apreté exageradamente para intimidarla aún más.
“Eres muy inteligente”, fue lo primero que me dijo cuando la conduje al patio,
puesto que con el volumen de la música no podía oír sus lánguidas palabras de
alabanza y devoción por mis conocimientos del Imperio Romano, de la Cordillera
Occidental Colombiana, del Misterio de la Transubstanciación. Se respiraba
mejor en ese patio acosado por el color azul de la noche que perdía a cuantos
jóvenes más allá de nosotros, acorralando –lo supe– a los que buscaban refugio
en esa casa. Yo me sentí libre de la noche, de su muerte, superior a su
extravío. Con mucha cautela le comenté a Patricia mis temores sobre la feroz
época, y ella como si fuera su forma peculiar de explicarme que los compartía,
me relató un sueño. Soñó que alguien muy amado le regalaba un pastel de fresas
–su bocado predilecto– y al irlo a morder no había fresas sino gillettes,
alfileres, etcétera, que se le incrustaron en las encías y le reemplazon los
dientes, de tal manera que quedó con alfileres en lugar de dientes. “Extraño”,
pensé, mirándola, pues sus dientes eran grandes, muy sanos, de encías duras.
Ella alzaba la cabeza para mirar a mí o al cielo. Era pequeña, pero fuerte, de
buenas espaldas y caderas, ojos azules y largas cejas. “Buena raza”, pensé, y
luego «Edelrasse», observando que tendría mínimo cuatro dedos de frente, rosada
la piel. Resolví: “Le haré un hijo a esta mujer”.
El tiempo pasó en el sentido
que quiso nuestro amor. De esa fiesta salimos cogidos de la mano, y empezamos a
vernos todos los días, y yo le fui llenando la cabeza de cucarachas como
Nietzsche y Rousseau, y por miles de argumentos la fui llevando a una
conclusión sencilla: que la única manera de salvarnos sería trascendiendo en
algo. Un día me salió con que le provocaría escribir versos, pero yo le espanté
la idea como si fuese un enjambre de moscas: “La poesía es una profesión
decadente”, y ella me creyó. Y le ponía cara de moribundo siempre que la miraba
a los ojos, y ella apuesto que pensaba: “Lo que haría para hacerte feliz”, y en
los cines me le pegaba mucho o suspiraba cada vez que había un pasaje de
maternidad, y ella salía conmovida toda, aún sin decirme nada pero ya pensando
en la idea de que la única manera de trascender sería quedando preñada y pariendo
un hijo.
Lo que la decidió fue
precisamente la muerte de Ignacio Moreira, que tuvo una discusión con sus
papás, subió corriendo las escaleras y se dio un tiro en la cabeza. Ella vivía
al frente, conocía a Ignacio desde chiquito, oyó el disparo, el chapoteo:
estuve, pues, de buenas.
Conseguí que me prestaran la
finca de la Carretera al Mar, lugar que yo había escogido para que se diera la
concepción. Con nosotros subieron varios amigos, pero casi nunca nos
mezclábamos. Los días amanecían oscuros y la niebla bajaba temprano, y ella se
llenaba de añoranzas y de melancolías, lo que, curiosamente, no le producía
impavidez sino movimiento. Caminábamos horas, acercándonos cada vez más al filo
de las montañas. Ella resistía el empinadísimo camino sin una queja.
Mi día vino claro, de
visibilidad profunda. Nos levantamos con el sol y empezamos a subir, dispuestos
a llegar esta vez hasta la cumbre. Los guayabos y los lecheros viraban en
múltiples tonos verdes a cada paso que ganábamos, y los pájaros cantaban «pichajué-pichajué»,
y todo eso me llegaba como puro presagio y signo de fertilidad. Hacia las dos
de la tarde salvamos la última pendiente de piedras blancas y tuvimos,
repentinísimamente, una enloquecedora visión del mar, a miles y miles de
kilometros. El frío de la montaña y el ardor que se contemplaba allá en el mar
la llevó a abrazarme, y yo le respondí mejor que nunca. Descubrí sus senos con
valentía, chupé su pelo, rasgué con su sangre el pasto yaraguá, pude sentir
cómo sus complicadas entrañas se abrían para darle paso, cabina y fermento a mi
espermatozoide sano y cabezón que daría con los años, testimonio de mi
existencia. No creo que ella gozó.
Nos casamos al
escondido, toque muy aristocrático para familias como la suya y la mía. Fuimos
el matrimonio más joven de la sociedad caleña y salimos mucho en el periódico y
la gente nos miraba y nos hicieron muchas fiestas y nosotros respondíamos a
todas con actitud calladita y mayor, reflexionando siempre. Con alegría
entramos a sexto de bachillerato, comparando y acariciando nuestros libros de
texto. A los pocos meses engordó muchísimo y le vinieron los vómitos, así que
no pudo volver al colegio y perdió sexto. Yo solamente falté a clase un día: el
día en que después de cuatro horas de terquedad y mucho sufrimiento, dejó salir
a mi hijo. Nació en un día lluvioso. No nos pusimos de acuerdo con el nombre,
pero prevaleció mi opinión: lo llamé Augusto, que hace pensar en porte
distinguido y en conciencia de victoria, siempre. Fui toda una celebridad en el
colegio, padre a los 16 años. Ella no quiso hacer gimnasia y le quedó una
barriga arrugada muy fea, y los senos se le hincharon como brevas y después se
le cayeron.
Recuerdo madrugadas en las
que yo abría el ojo sólo para hallarme en la física gloria, despertado por el
llanto de Augusto, y volteaba a mirarla a ella, despierta desde hace muchas
horas con la mirada perdida en el cielo raso, negándose siempre a contestarme
en qué era que pensaba. Yo no insistí. Yo había previsto eso. No cuidó bien a
nuestro hijo. No quiso tampoco volver al colegio. Le perdió interés a todo, se
pasaba los días sin asearse ni asear la casa, mal sentada en una silla, presa
de un vacío que supongo debe ser normal después de que uno ha estado lleno y
redondo como una naranja ombligona. Yo no la toqué más. Ella tampoco se
hubiera dejado. Al fin, un día salió de la casa, y se demoró en regresar. Hizo
amistades nuevas, jóvenes más viejos que ella, y seguía saliendo. Pero falta no
me hacía. Yo cumplía puntualmente con mis deberes escolares. Me levantaba
temprano, le daba el tetero al niño, cambiaba pañales, barría, trapeaba. Al
volver del colegio me la pasaba horas dejando que Augusto me apretara el dedo
índice y contemplándole su pipí, lo único que sacó igualito a mí, porque todo
lo demás, ojos, pelo y frente eran de ella.
Cuando regresaba, nunca
conversábamos. Se tiraba por ahí, sin dormir, o a oír música. Supe que estaba
metiendo droga. Me importó un comino. Conseguí una hipodérmica desechable, con
mi amigo Gómez un gramo de la mejor cocaína y una noche la esperé. Llegó muy
tarde, cayéndose de la borrachera, bajando de todas las trabas. Yo la recibí,
le sobé su cabecita hasta que se quedó dormida en mi pecho. Preparé la cocaína,
tomé uno de sus brazos, cuando lo estiré y palpé sus buenas venas, abrió los
ojos y me miró, perpleja. Yo le sonreí. Creo que le inyecté medio gramo, en
empujaditas leves. Ella hizo caras y risitas y yo sentí celos: nunca se portó
así con mis orgasmos. Luego se levantó y comenzó a saltar por toda la casa,
puso el estéreo a todo volumen y a mí no me importó que despertara a Augusto.
Yo reí con ella.
Hace días que no la veo. Se
fue a paseo creo que a San Agustín, con una manada de gringos. Espero que no
vuelva, que se muera o que reciba allá su merecido. Yo he terminado sexto con
todos los honores, leo Comics y espero con mi hijo una mejor época.
(1974)
Cuentos completos, Barcelona, Alfaguara,
2016, pags, 295-301